Recorrer
la noche invita a entrar por muchos lugares del conurbano. Las salas de bingo
definen un estereotipo de hombres y mujeres en busca de migajas de felicidad.
El azar es algo que todos buscamos todo el tiempo, tomamos
decisiones para saber resultados y siempre resulta que la moneda va a ser “cara
o seca”, nunca otra cosa, no tiene por qué ser otra cosa. En nuestra teoría de
la vida, nacemos, vivimos y morimos para disfrutar y padecer de triunfos y
reveses. La felicidad y la tristeza son parte de nuestra mochila de carga
constante, y vamos caminando con ese paquete encima.
Eso pasa también en esas noches de aburrimiento y de no saber qué
hacer, para al menos, entretenerse un poco en el conurbano de Buenos Aires. Recuerdo
que en otras épocas, las salidas nocturnas de fin de semana, para los habitantes
de las adyacencias de la Capital, eran los teatros de la calle Corrientes, los
cines de Lavalle – que ya no hay muchos- y los restaurantes del centro. La
peatonal de Lavalle, de Carlos Pellegrini a Florida, era cita obligada para ir
a ver la variedad de películas, además de un paseo maravilloso. Los años `80 me
sorprendieron como un adolescente curioso, pero privado de paseos importantes,
por eso cuando conocí por primera vez el centro de Buenos Aires, la comparé con
un circo, lleno de colores y rutilante. Esa escenografía fue cambiando a través
de los años y en estos últimos veinte, que particularmente me pasaron
vertiginosos, proliferaron y fueron en
crecimiento constante los locales de juego fundados bingos.
Empecé a recorrer con mas
frecuencia y desde hace poco tiempo, estas grandes moles armadas de forma
arquitectónica única, cuyos diseños remiten a los casinos de Las Vegas: pisos
alfombrados, meseras y empleados entolvados con trajes iguales y de diseños exclusivos-los
hombres usan moño-, maquinas “tragabilletes”(no tragamonedas)dispuestas de
forma estructural y con un ruido infernal a la hora de deambular por esos
pasillos, baños lujosamente ambientados, mesas y sillas íntegra y visualmente
tapizadas. Siempre fui muy reacio a ingresar a estos lugares, lo hice una vez
cuando se inauguró el primero de ellos en la calle Lavalle, allá por los `90
con el auge del menemismo. Ese día entré a conocer algo nuevo que los extranjeros
trajeron a nuestra patria, hoy me animo a compararlos con los espejitos que los
españoles les cambiaban por oro a nuestros indios americanos. Se estableció el
primer bingo en nuestra ciudad, recuerdo
que te invitaban gratis sándwiches de miga, gaseosas o lo que quisieras. Fuí
solo aquella vez y luego esperé hasta el año siguiente, pensando que a un año harían
una invitación igual a sus visitantes. No fue así, la desazón fue tan grande
que me costó mucho pagar la gaseosa y los sándwiches.
Volviendo unos años para acá, en estos días
entré nuevamente a un bingo, hoy están esparcidos por todos los centros del
conurbano, elegí el de Morón. No se paga entrada, gancho importante a la hora
de atraer incrédulos. A diferencia de la Capital, los bingos en el conurbano
son con entrada sin cargo y en la ciudad se abona pero no mucho, hasta cinco
pesos. Se presume de esto, que se quiere hacer una salvedad entre clases
sociales o la idea es, como dije al principio, un cebo importante para que la
gente del Gran Buenos Aires entre como a una ratonera. Los empleados de
vigilancia de riguroso traje, custodiaban la entrada munidos de un detector
manual de metales y ordenando la fila. Preferí ir en día pico, que por lo
general es un sábado por la noche, día de gran concurrencia por ser como una
salida nocturna obligada para los vecinos del conurbano y que quizás no tengan
una variada oferta de espectáculos o no la prefieran. Antes de entrar me
preguntaron muy resueltos:”¿vas al bingo o a las maquinas? si vas al bingo, esa
es la fila”, señalándome a un grupo de personas. Para las maquinas entrabas
directamente, no supe entender porque entré tan rápido, ya que cuando lo hice,
esos aparatos de juegos electrónicos también estaban atestados de gente.
En las “maquinitas” popularmente llamadas, se hace una suerte de
turnos organizados entre los concurrentes. Estos aparatos electrónicos absorben
mucho dinero y quizás sea más fácil poder esperar a unos centímetros a alguien
que esté perdiendo estrepitosamente. Uno tal vez pueda identificarle en la cara
y los gestos, que pronto se levantará del asiento, que muchas veces no solo le
significará una comodidad, sino otras veces, un cadalso. Las salas de bingo, al
tener ubicaciones y mesas dispuestas para siete u ocho personas en días concurridos,
debe tener una organización de entrada por parte de los empleados de
vigilancia. Hoy en este país hacemos cola para todo, en colectivos, trenes, subtes,
bancos y otros lugares más que no vale la pena enumerar por resultar acuciante,
y las salas de bingo no son la excepción.
“Pasen seis más” nos avisó el empleado de seguridad que no portaba
arma, y ahí arrancamos unos cuantos. Estuve apostado tercero en la vereda del
Bingo Morón durante quince minutos, ser el puntero de la fila e ir por primera
vez, puede jugar una mala pasada, ya que no sabes para donde ir, los que vengan
atrás tuyo, son una gran guía que te palmea y te señala con la mano el
movimiento de “seguí para allá”. Fui tropezando por el pasillo de las maquinas,
chocándome con los que se te cruzaban y con las meseras, fue como una travesía
por el tren fantasma del Italpark, pero a pie. Personas de promedio cincuenta
años, iban haciéndoles un marco de concurrencia a estos monstruos recaudadores
de dinero.
“Pase
uno”, nos expresó la empleada con un tono que trasuntaba la verborragia militar
represiva de los ´70, pregunté incrédulo si era “no fumador” esa ubicación, por
lo que me respondió negativamente, ingresé igual. Llegando a la mesa, me
presenté con un “buenas noches” respetuoso, esa es una señal de querer caer
simpático de entrada a las seis personas que harán de tus acompañantes
ocasionales. También empecé a padecer a los asfixiantes fumadores empedernidos,
que lo hacen aún más cuando se dan cuenta que uno es un absurdo defensor del
aire puro. Entrar en momentos que se esta desarrollando el juego, te invita a
hacer un silencio y no efectuar ningún tipo de movimiento corporal, ya que puede
ser una fatalidad para la concentración del apostador, el cual esta muy ensimismado
con tildar uno a uno los números que podrían tocar a la puerta de su suerte,¡¡¡No
molestar en ese momento!!! Puede uno ser victima de un fibronaso color negro,
de los muchos que están dispersos en la mesa. Son los instantes en que el
empleado locutor (con título o no se sabe) con voz muy clara, exclamaba los
números de dos cifras y los repetía hasta dos veces. Las variantes son los que
empiezan con seis o siete, estos se vuelven a repetir por unidad, ya que
podrían confundirse en su pronunciación.
“Quién más “dijo la que vendía los cartones. Compré dos a un
peso cada uno, ya que me parecía barato, pero cometí una atrocidad, me adelante
a pedirlos, ¡¡craso error!!. La venta de cartones iban por orden de llegada, no hubo forma de
salvarse de un orden allí tampoco, en
este país siempre va ser cuando te toca, no antes ni después. En un momento
costaron cuatro pesos los cartones, no me di cuenta y pedí dos, luego que me
alertaron del nuevo costo, decidí desistir a uno, pero no pude, la joven simpática
empleada, que me sonríe y me hace pensar que le gusté, me dijo que no puedo
devolver el cartón, así que fueron ocho los pesos que me sacó. Cuando volvió a
vendernos cartones, atiné a decirle que tenía una hermosa sonrisa, solo sonrió
sin mirarme y siguió prestando atención a su trabajo de tomar el dinero, dejar
el cartón y seguir gritando “quién sigueeee”.
El trámite fue rapidísimo, te
sacaban el dinero de forma mecánica y cronométrica, la simpatía de aquella
muchacha vendedora de cartones, me había dejado pensando, pero mi ocasional compañera
de mesa, una mujer morocha, muy fumadora y de unos cercanos sesenta años, me
bajó a tierra de un bastonazo. “Tené cuidado con lo que les decís a las chicas,
el otro día lo echaron a uno por eso” me decía la señora, “ellas enseguida le
avisan al jefe y los tipos vienen a sacarte”, sentí que volví a las épocas del
proceso, cuando no tenías derecho a decir nada porque te desaparecían. Estos
tipos, supervisores de estas moles “roba-dinero”, quizás sean fantasmas del
pasado vueltos a la vida en este lugar, para hacerme sentir el mismo miedo de
la época de la dictadura. Lo único que le dije a la mujer, mientras ella
prendía otro cigarrillo y pegaba sus cartones con unos ministikers fue que “seguramente
aquel muchacho echado, se habría sobrepasado con los piropos”.
Tengo algo de dinero y puedo darme este placer de hacer salidas
nocturnas, gracias a un modesto trabajo, pero la sensación de jugar e ir perdiendo
el dinero mágicamente no lo podía comparar con nada. Ir marcando los numeritos
con aquel fibrón negro esperando poder al menos cantar una línea es
inexplicable. Un cartón de bingo es conformado por quince números, divididos en
tres hileras de cinco, una línea es cuando acertás a cinco números de una
hilera, el premio es menor que el bingo, que vendría posteriormente, cuando
embocás los quince números. En Los dos casos predichos, hay que gritar con un
furibundo “lineaaaa” o “bingoooo” según sea el caso. Tenés que exclamar, no queda otra, descuidarte seria perder la
oportunidad y que lo gane otro apostador. Ni mis nervios y mi vergüenza de
hablar en público me podrían detener esa noche a gritar, si lograba algún
acierto.
Pero no, esa suerte siempre la tuvo otro, el de la mesa de la punta,
que no sé cuánto tiempo estuvo jugando, o el de la mesa de a lado, que había
venido hacia un rato y parecía tan novato como yo y se le percibía su
desorientación. Nervioso veía los números de un cartón más, de tantos que había
comprado esa noche. Siempre esperé que cante mis números y en varios casos me
quedaron dos para la línea y tres para el bingo. No se pueden imaginar la desazón
que te queda cuando te faltan tan pocos números y no cantan los tuyos y desde
el otro lado escuchas gritos de triunfo, daba mucha tristeza, uno quiere tener
una alegría de ganar dinero debes en cuando en estos lugares. Creo que ahí esta
la clave de esto, deambulamos por el mundo buscando un momento de sosiego y
placer, que en este caso, esperamos que nos toque a través de la suerte.
Escuché a un compañero ocasional de la mesa, que le decía a su señora o novia y
para que oiga el resto:”¡¡¡uuuh!!! el premio de la línea es de ochocientos pesos,
con eso nos comeríamos un asadito completo mañana domingo”. Todos buscamos que
nos toque ese asadito completo, porque siempre venimos mendigando migajas de felicidad
que nos mezquinan y quizás a muchos, en algún momento, nos toque en plenitud.